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Fortissimo Prokofiev

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No recordaba que lo había olvidado. Pero debió de ser así, porque la última vez que me lo increparon, yo lo negué con la boca pequeña: “—Almudena, a ti te gustaba tocar el piano”. Supongo sí… hubo una vez en que esa debió de ser la razón para tocarlo. Pero, por imbécil que parezca, creo que lo había olvidado.

Lo recordé el otro día porque me pasó de nuevo. No puede ser casual. De vuelta a los numeritos, me encuentro otra vez en ese lugar donde la música es la huída, la procrastinación frente a la obligación inminente y la rutina. Vuelvo a tocar para desenroscarme la cabeza del cuello. Y probablemente por eso lo noté recorriéndome los dedos, ese placer neto de hundir la mano en la tecla y ser un titán de sonido.

Me gusta pensar que ese sonido no es “algo” que viaje en el aire. Es, de hecho, el propio aire, comprimiéndose y dilatándose, inundando el espacio, la misma materia que nos rodea y nos llena los pulmones. Y es un verdadero placer asir tanto poder. Tejer un gusano sostenido en el tiempo, que invade las cabezas de cuantos escuchan y los ata entre sí. Hacerlo estallar de cuando en cuando con un amplio gesto de los brazos. Reventar los cerebros de tanto sonido y reemplazarlos por una nítida pasta de cristal, un juguetito de formas, equilibrio y… sonido, sonido, sonido –tu, tuuuu, rurú.

Los mejores placeres aniquilan las ideas, pringosas secreciones mentales. Es el mérito de los orgasmos, que nos sustraen del yo a la piel (piel piel piel: la propia palabra obliga a juntar los labios y acariciar con la lengua el paladar). Pero también de esta música, que me devuelve a los brazos, a los dedos. Que me hace sólo ser (no-consciente, no-mental) en las manos, palpitantes de cansancio, con sus venas hinchadas, con su pulso violento, poderoso, aniquilador, vi-vo. Las manos y el sonido y el oyente atravesado, roto, tiranizado.

Si alguna vez fuese general, procuraría lanzar las bombas a tempo; y levantar grandes muros con las ondas expansivas. Haría que el sonido, fortisimo, amplio, de mil acordes disonantes, lo invadiera todo, lo arrasara todo. Y que cada explosión fuese consecuencia de otra. Y que cada soldado bailase bajo mi mandato. Y no pensarlo tampoco demasiado.


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